El hospedaje, a simple vista, dejaba bastante que desear. Llevaban diez horas de viaje en autobús, y a decir verdad, no era prometedor el confort del alojamiento, según la primera impresión del vestíbulo.
Dos sofás bastante mugrientos y unas plantas mal cuidadas, no eran muy adecuadas para dar la bienvenida a unos viajeros que traían las maletas cargadas de ilusión y ganas de pasarlo bien. Hacía algo de frío y en la calle el ambiente estaba gris. Hacinados en Recepción, entregaban su documentación y recibían las llaves de su habitación. Todos agrupados esperaban turno para subir al ascensor, algo cutre y anticuado. Nadie hacía comentarios, pero algo de descontento se palpaba en el ambiente. --¡Dios mío! ¿A dónde nos han traído? --Marta sacó de su bolso un pañuelo. Limpió su nariz. La expresión de su rostro denotaba la repugnancia que sentía, y ya estaba echando de menos la pulcritud casi séptica de su casa. Y comenzó la retahíla de siempre a su marido: --¿ves, las ganas que tenías tú de viajar con estas pendangas? ¡Te lo dije! Éstas no hacen nada más que sacarnos el dinero!
--¡Calla mujer! No hagas el espectáculo. Ten un poco de paciencia. Ya verás como todo sale bien.
El pasillo mal iluminado, tenía alumbrado automático. Antes de terminar de introducir la tarjeta por la ranura de apertura de la puerta ya se había apagado.
--¡Ay, Alfonso, que yo busco un taxi y me voy a casa!
--¡Quieres callar de una vez!, no seas cenizo y deja de refunfuñar, que tenemos que ver ese Alcázar. Sabes que tengo esa ilusión, y soy capaz de pasar por donde haya de pasar por no irme a la otra vida sin verlo.
Por fin entraron en la habitación que les habían destinado. Marta la miraba y repasaba. Ya iba a lanzar un comentario de los suyos cuando Alfonso se le acercó y le tapó la boca con un beso: --mira, Martita,
tú sabes que yo, aunque llevamos tantos años juntos, no he dejado de quererte ni un solo día de mi vida. Hoy es un día, que quiero ser para ti aquél que tan feliz te hizo durante tantos años. Hagamos algo extraordinario. Nos vamos a perder por la ciudad los dos sin que se den cuenta los del grupo. No vamos a aparecer hasta que no llegue la hora de regreso.
--¡Ay, Alfonso! ¡No te conozco! ¡A ti te ha pasado algo!
--No me ha pasado nada. Soy el de siempre.
--Pues yo no te he visto tan romántico desde hace muchos años.
--¿No te das cuenta de que la vida se nos escapa?, tenemos que aprovechar los años que nos quedan de autonomía y renovar todas las ilusiones que nos unieron: ¿no nos gustaba viajar?, ¡pues viajemos!, ¿no nos gustaba bailar?, ¡pues bailemos! Quiero que sepas que te sigo viendo tan preciosa como siempre y que lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido conocerte a ti.
Marta, emocionada, limpió una lágrima indiscreta. Recordó su primera noche de bodas:
Después de colgar cuidadosamente su vestido de novia en el armario y cubrir su bonito camisón con su lujosa bata, salió Marta al porche a contemplar la noche estrellada. Daba por sentado que Alfonso, su flamante marido, seguiría sus pasos. Esperó sentada en el banco del porche. Los cipreses que flanqueaban el largo camino que conducía hasta la casa parecían fantasmas larguiruchos, pretenciosos de querer alcanzar las estrellas... Sombras inquietantes en la noche solitaria.
No salió Alfonso en su busca como ella esperaba. Fue ésta, la primera decepción que sufrió Marta en el comienzo de su vida en común con Alfonso. Le creía enamorado e impaciente por comenzar una relación apasionada con ella; pero pronto comprobaría que Alfonso era hombre templado: de zapatillas y pipa junto a la chimenea. Él había emprendido la tarea de encender ésta. Ya la llamas crepitaban formando extrañas figuras de luces y sombras por las paredes del salón. Y sí, si estaba enamorado, también estaba impaciente; pero aventajaba a Marta en años y en experiencia. Sabía que ninguna noche de bodas podía ser satisfactoria si se andaba con arrebatos, sobre todo, si se tenía ante sí a una mujer que no conocía todavía los placeres del sexo.
La vio entrar y su sombra se proyectó gigante a través de la puerta, con alucinante semblanza, entre encajes transparentes que dejaban adivinar una figura exorbitante.
--¡Esa mujer ya es mía!, pensó Alfonso sintiendo la llama del deseo incontrolable; pero, anduvo con mesura premeditada. Controló sus instintos imponiéndose la templanza.
Ella se acercó con andar cadencioso, casi con timidez le miró un instante. Sus miradas se encontraron y quedaron prendidas para luego llegar al primer beso. La ternura infinita de Alfonso y su bien hacer en las lides del amor, obró el milagro. Ambos recordarían siempre las primeras caricias de su vida conyugal.
Ahora, después de tantos años juntos, pasando vicisitudes incontables, superando todo el devenir de una larga vida en común, todavía sentían el gran amor que se profesaron siempre, porque el amor nace y renace el las almas de los justos.