Rufina andaba ocultándose por los rincones meditabunda y triste. No acertaba a comprender la indiferencia que la anciana Consuelo le demostraba de poco tiempo a esta parte.
El ratoncito Perolo también había distanciado sus visitas. Según recordaba Rufina, la última vez que la visitó solo hablaba de Queta y de Flora, dos niñas que visitaban la biblioteca muy asiduamente. Ellas, con su mentalidad infantil, hacían inquietantes comentarios acerca del cierre de las escuelas y de la biblioteca, hasta de la iglesia, la gente se iba a dedicar a romperlo todo y a pelearse y matarse unos a otros. Rufina no comprendía nada. Le daba pánico pensar que tuviese que volver a vivir en la casita abandonada del bosque. Le daba mucho asco esa idea. ¡Todo sucio! Y lleno de excrementos de murciélagos colgados del techo. La cabrita Maruja que la proveía de leche, sabe dios si la volvería a ver.
Comenzó Rufina a tiritar. No era de frío, sino de miedo. ¡Pobre Rufina! De gata indigente de campo, se había convertido en una gata acomodada de ciudad. Le daba miedo pensar que la vida le llevara a tener que cuidar de sí misma, ya no podría dedicarse a dormitar en tiempos de siega.
María Encarna Rubio
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