domingo, 28 de enero de 2018

UN PLANETA LLENO DE MANOS

Habían pasado dos años desde que llovió la última vez. La primavera era inminente, pero la hierba en el campo se resistía a brotar. 
Dónde años atrás, todo era una explosión de amapolas y margaritas, este año apenas asomaban uno hierbajos enfermizos. El sol al aparecer en la cima de los montes, asustaba con sus rayos incandescentes. Todos los seres vivos del lugar corrían a refugiarse de su inclemencia. 
 No cabía ninguna duda de que iba a ser una primavera seca y un verano abrasador; por ello: estaba prohibido agotar las escasas reservas de agua del —Alubión—, nombre del gran aljibe que estaba emplazado al final del ramblizo que bajaba desde lo alto del monte. 
Los dueños del caserón racionaban su contenido.  El se utilizaba el agua para beber. No se podía lavar la ropa. Para este menester se enganchaba a la —"Rubia"— yegua joven y robusta, en el carro.  Se hacía todo un día de salida hasta llegar al río. 
 Se hallaba a seis kilómetros de distancia.
 Ese día era de gran algarabía para unos y de gran tristeza para otros: alegría para los que iban salir en la comitiva del día de colada; tristeza para los que se quedaban en la rutina del día a día en le viejo caserón. 

No era frecuente salir de la casa solariega.  En el carro, ocupado en sus alforjas con ropa de cama y demás atavíos, viajaban las jóvenes empleadas que reían con sus chistes y su alegría de vivir. En la casona, el ambiente era de gran recogimiento religioso, no había espacio para el esparcimiento y la distensión. Julina, la señora de la casa, estaba recluida en la inmensa soledad de la sierra intentando sanar de su enfermedad pulmonar, azote de la época. Rogativas y cantos se oían por doquier, y la servidumbre rezaba en alta voz realizando las tareas del hogar. El día de colada era recibido como un bálsamo para sus jóvenes espíritus inquietos... Cuando iban en busca del caudal de aguas cristalinas, sus canciones iban dirigidas a la vida y al amor. 

Las ruedas del carro chirriaban el chocar con las piedras del camino. Transcurrida media hora, bajando por el puerto de montaña, se veían a lo lejos los tejados de la aldea que se hallaba justo al borde de la vega del río. Ya en la huerta, todo era exuberancia y verdor. Los brazales y las landronas se hallaban jalonados de todo un enjambre de árboles frutales, de chopos y moreras. Los bancales quedaban como a parcelados por ellos con sus cultivos variopintos alineados con esmero y sus trigales salpicados de amapolas. Era el milagro del río. Un inmenso jardín que alimentaba el espíritu seco, hambriento de la brisa que se desprende del vergel que produce a su paso el agua. 

 Mariana, la más joven y callada, estaba muy influida por el ambiente religioso que se vivía en el caserón. Mientras todas charlaban y reían por cosas banales meditaba. Restregaba y frotaba las sábanas de hilo primorosamente bordadas y miraba sus delicadas manos juveniles. —¡Qué maravilla hizo Dios! ¿Qué haría yo sin mis manos? Seguro que nada sería como es si no tuviéramos manos. Con ellas lo hacemos todo... Se abren, se cierran... ¡Qué maravilla hizo Dios al crear al hombre! 
No importa que esté destinado a desaparecer dejando su cuerpo abatido como un despojo. Antes de partir cumple misiones que van quedando al servicio de los que se quedan. Si de la noche a la mañana apareciese un humano creando un ser idéntico al hombre... No puedo imaginar lo que pasaría... Y, aquí tenemos, tanta maravilla... Y algunos ponen en duda la existencia de su Creador.    







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