En el bosque de los abedules añosos tenía su casita la brujita canosa, que por añadidura, también era tuerta.
Había construido su casa entre abedules para huír de los malos pensamientos y dedicarse a ser una bruja exitosa. Cuando hacía un conjuro y no le salía bien se ponía muy nerviosa y tiraba los utensilios de ensayo por la ventana. Una mañana lluviosa que treinta conjuros le habían salido mal, se quedó sin equipo de trabajo.
Las dudas se apoderaron de su maltrecha autoestima, pensó que había fracasado y que nunca sería reconocida en el ámbito brujeril. Necesitaba algo más que ser canosa y tuerta para ser una bruja de verdad. Buscó su escoba para ir a buscar un colegio como el de Harry Potter, pero no le obedeció.
Desesperada, se retorcía las manos y se tiraba de los pelos. El sapo Nicasio, que iba subido a lomos de la cabrita Maruja, le lanzaba escupitajos a larga distancia, y como eran verdes, verdes, la bruja parecía una loca espantosa. Fue derecha a bañarse en el río, donde habían ido a parar los trastos que había tirado por la ventana.
Las aguas de río estaban impregnadas de sustancias ponzoñosas. A la bruja se le alargaron las piernas y se le encogieron los brazos. A cada mano le salieron dos hijitas y en la barbilla le creció una mata de perejil. El sapo Nicasio reía a carcajadas y la cabra daba saltos que parecía un caballo. ¡Muy bien, muy bien! Balaba entre salto y salto. Eso le pasa por contaminar el río.
María Encarna Rubio